jueves, 27 de mayo de 2010

Utopía - Capítulo I

Debajo de aquella manta se vislumbraba una bella figura, la figura de una pequeña maravilla. Sus curvas eran pronunciadas, perfectas, agudas… encajaban divinamente en el borde de la botella que estaba sobre la mesa, y también encajaban increíblemente bien en la obtusa mente de Antonio, quien la miraba detenidamente mientras dormía.

 A la simple vista de un simple mortal esta noche era especialmente oscura, sin embargo, Antonio la veía con peculiar claridad. Ha de ser porque sus pupilas ya habían adquirido la forma correcta, o porque esta noche era una noche que cambiaría su historia para siempre.

Antonio la miraba atónito, sin parpadear, sin respirar… cada átomo, cada célula, cada cosa en su ser apuntaba a Verónica. Ella, yacía sobre una sábana blanca y bajo una manta color crudo, de un lino inglés que su padre le había traído hacía algunos años de alguno de sus viajes.

Su respiración marcaba el compás al que el corazón de Antonio palpitaba… un, dos, tres, cuatro… cada vez más rápido, como si algo intranquilizara su sueño. El reloj en la pared marcó las doce. Era hora de partir. Antonio se acercó a ella con la sutileza que lo caracterizaba hasta llegar a estar muy cerca, sin embargo, no la besó para evitar el riesgo de terminar con su sueño ya aparentemente perturbado. Dudó por un segundo si debía quedarse, pero cumplió con lo previamente decidido.

En el país del sagrado corazón pocas veces brillaba la luna con dicha intensidad, pero esa era una noche especial; hasta la luna convino con ello. Verónica durmió intranquilamente. Dio un par de vueltas en la cama, lo cual en ella, era bastante extraño. 
Llegó el amanecer. Cantaron algunos pájaros que aún tenían el valor de hacerlo. El reloj de pared marcó las ocho, hora a la que por reflejo Verónica solía despertarse desde que era una infante. Sin embargo, aquel día todo fue diferente… el reloj marcó las nueve, las diez, las once… En la casa no había nada que se moviera un ápice hasta las 12.

Así fue, Verónica abrió sus ojos a las 12. Aturdida, embotada y confundida por el prolongado descanso, sintiendo como su mente naufragaba entre la realidad y la imaginación… rebotaba una y otra vez en la quimera y eso le producía unas nauseas incontrolables. Se levantó de la cama como queriendo escapar de la sensación, y se percató de que su amado Antonio no estaba allí. Un profundo miedo invadió su cuerpo y su mente. Verónica siempre había sufrido de ese miedo irrisorio a estar en soledad. Parece que ahora tendría que hacerle frente.

Sentía como se iba paralizando cada parte de su cuerpo; un frío mortífero se había diluído en su sangre. Ese frío la acompañaría desde ese momento hasta el fin de sus días. Se quedó paralizada un par de horas, desnuda, a un costado de su cama. Cuando finalmente se movió, lo hizo para mirar por su ventana, sólo para comprobar que él se había ido… no estaba su carro, ni su ropa, ni su cepillo de dientes, ni su colección de discos de esa música tan rara apta solo para sujetos de gustos exquisitos y bien conocidos. Se había llevado todo.

Desde ese día en adelante todo fue diferente para ellos dos. Los días pasaban para Verónica como señales que permitían cuantificar el tiempo que faltaba para verlo de nuevo. Sólo 365 días tenía que esperar para volverlo a ver, un año… no era tanto al final.
Colgó en su cuello ese broche que representaba su amor eterno, el mismo que él le había dado en uno de sus primeros encuentros. Sus miradas, su ternura, su amor estaba fundido en ese broche, así que ella lo volvió a lucir en su cuello, aunque a veces sintiese que le quemaba un poco la piel.

Así pasaron unos meses. Cada amanecer le recordaba a Verónica que él se había ido, pero cada atardecer le decía que faltaban menos días para verlo. A la hora del baño no pasó un sólo día en que ella no escuchara esa melodía en su cabeza …”cuando estabas entrando, cuando estabas entrando”… todo le acordaba a él. Si notaba un detalle inusual que a él le hubiera fascinado o si veía a un simple perro cagando. Todo parecía hacer parte de un rompecabezas mental que la mantenía atada a un recuerdo esperanzador.

Siguieron pasando los días, los meses… y por fin llegó ese tan anhelado día. Se levantó a las ocho reglamentarias, con esa sonrisa en su boca que no se quitaba con nada que hiciera. Se bañó durante más de una hora cantando esa melodía que la llevaba a los días donde era completamente felíz. Lavó su cuerpo con peculiar especificidad en espera de su amado. Usualmente ella consideraría que tomar una ducha de una hora era un desperdicio de agua, sobre todo en esos días donde el líquido vital estaba tan escaso. Sin embargo, ese día no había nada que pudiera empañar su felicidad, ni siquiera su conciencia.
Salió de bañarse con bastante prisa, ya que quería tener todo listo para la llegada de Antonio. Al alcanzar la toalla resbaló y cayó con tanta fuerza que el piso de la tina pareció moverse al estruendo. Permaneció ahí por unos minutos. ¿Cómo era posible que pasara eso justo en ese día? Un hilo de sangre brotó de su cabeza mezclándose con el agua que aún reposaba en el piso. El cuerpo reposó por unas horas allí, inmóvil... carente de vida y de savia.




JS
 
Copyright 2009 Rarezzas. Powered by Blogger
Blogger Templates created by Deluxe Templates
Blogger Showcase