sábado, 26 de junio de 2010

Utopía - Capítulo IV

La siguiente alborada, Antonio besó los hombros desnudos de Verónica. Sintió el aroma de su piel por unos segundos. Recordó la suavidad de su piel, y ese color canela que siempre le había fascinado. Cerró sus ojos y se remontó a aquellos días donde caminaban de la mano sin preocuparse por nada, donde el olor a madera fresca que expendían los troncos recién cortados al lado del camino era el efluvio mas exquisito alguna vez emanado; Cuando todo era simple. Se preguntaba incesantemente ¿Cuándo todo comenzó a tornarse así de complejo?.

Era absolutamente cierto; la realidad de Antonio y Verónica había cambiado en un santiamén, como si Melpómene, la diosa que alguna vez representó la belleza del cantar, pero que luego pasó a ser la musa de la tragedia, hubiese tocado ésta historia de amor para girarla a su antojo; para envolverla en una sábana satírica, y sumergirla en un pozo cáustico.

Unas náuseas incontenibles invadieron a Antonio, como si una rebelión intestinal se estuviera gestando en su vientre. Fue rápidamente al baño, cuidadoso de no interrumpir el sueño de Verónica, y allí arrojó su malestar. Desembuchó un par de confesiones, entre otras cosas. La realidad se estaba haciendo más tangible. El poder que alguna vez alguien le dijo que tenía el destino, estaba adquiriendo un peso inimaginable, que ni siquiera él sabía si podría cargar.

Reposó unos minutos en el baño sentado en el bidé, hasta que la lividez desapareció. Abrió la puerta, no sin antes mirarse al espejo para asegurarse que su apariencia no podría nunca desmentir que él se encontraba en óptimas condiciones. Cuando salió del baño se encontró de frente con Verónica, quien lo miraba con la cara transfigurada de desconcierto.

Antonio la miró fijamente a los ojos, y sus pupilas se dilataron. Su rostro ya no pudo camuflar más su verdadera marchitez. Su boca estaba renuente a emitir sonido alguno; sin embargo, dentro de sí, había algo que lo empujaba insistentemente a hablar. Verónica clavó su mirada con firmeza en la de Antonio, retándolo a que tomara su valentía, si es que aún tenía algo de eso, y fracturara su miedo, lo hiciera añicos. Ella tenía la certeza que algo estaba pasando, y no se iba a mover de allí hasta saber qué era.

Era casi imposible mentirle a la mujer que lo había acompañado casi todo el tiempo durante los últimos años. Era inútil ya pensar en ensamblar un relato improvisado. Él sabía que Verónica lo conocía perfectamente bien, y que tratar de seguir ocultando la verdad sólo empeoraría la situación; así que la tomó de la mano con suavidad, y la haló con delicadeza hacia la mesa del comedor. La mano de Verónica se sentía muy fría y rígida, pero al tacto de Antonio se reblandeció y  su cara cambió un poco de expresión.

Una vez se sentaron, Antonio comenzó a contarle una historia a su bella Verónica, donde el protagonista era él. Le narró como conocerla, y estar con ella, le había cambiado su vida. Le relató paso a paso como la percepción de todo lo que conocía había dado un vuelco al experimentar el verdadero amor, el cual había sido la tierra que le había permitido a la semilla de su alma nacer y crecer sanamente. Le dijo también, que cada minuto de su vida había valido la pena, simplemente por el hecho de haberla vivido con ella y para ella. Algunas lágrimas rodaban por sus mejillas libremente mientras hablaba, lo cual no le incomodaba, ni a él, ni mucho menos a ella.

Finalmente, y con la voz entrecortada, como queriendo contener la respiración un poco, le explicó que hasta las cosas construidas minuciosamente con amor infinito tienen que cumplir el ciclo biológico. A decir verdad, Antonio sólo estaba tratando de rodear amablemente la nefasta noticia, con la intención de aminorar la sorpresa, tal vez el dolor. Se detuvo un par de segundos, y tomó aire. Mientras exhalaba, y muy rápidamente, le dijo que iba a morir pronto. Le comentó que el tratamiento al que había sido sometido durante el año que estuvieron separados no había surtido ningún efecto, su sangre seguía corriendo por sus venas blanca, indefensa e inmadura.

Verónica lo miraba atentamente. Cada palabra que Antonio decía atravesaba su corazón, como una daga incandescente, como un tornado despiadado que licuaba su tuétano. Sin embargo, mantuvo la mirada con firmeza. Ya era suficiente con el dolor que podía ver en Antonio, y no quería empeorarlo. Por alguna tradición familiar, o tal vez religiosa, ella siempre trataba de mantenerse aferrada a la esperanza, y le daba a ésta un valor increíblemente poderoso. Esta oportunidad no sería la excepción, por el contrario, sería la prueba magna.

Lo tomó de las manos y sintió como temblaba frenéticamente. Apaciguó el temblor de las manos de Antonio con el calor de su cuello, y lo abrazó, de tal manera que sintiese que ella estaba ahí, a su lado, para luchar juntos, hombro a hombro, y rebasar la adversidad. No paraba de pensar ni un minuto que no sería justo que tuvieran que separarse otra vez, no sería ecuánime ante la consideración divina ni ante la lógica del destino. Estuvieron abrazados sin suscitar palabra alguna hasta que los sorprendió el anochecer.





JS

domingo, 13 de junio de 2010

Utopía - Capítulo III

Al día siguiente, el doctor Emiliano Balcázar pasó por la habitación donde estaba Verónica. Miró detenidamente la herida en su frente, y le comunicó que ya podía irse a su casa. Le advirtió que aunque la herida era profunda, en un par de semanas estaría sana casi por completo, y amablemente, le sugirió ponerse la pomada más de una vez al día para atenuar la posible cicatriz que quedaría en su lugar.

- ¿tiene alguien que la lleve a su casa? … ¿o hago que le llamen un taxi? Preguntó el doctor a Verónica. Ella asintió con una sonrisa infinita en su boca.
- ¿Sí tiene a alguien, o sí le llamo un taxi? Volvió a preguntar el doctor, ésta vez con un tono más firme. En ese momento Antonio cruzó la puerta y Verónica desvió su atención hacia él. El doctor abandonó la habitación sin suscitar mas palabras y un poco confundido con la situación.


Antonio y Verónica se despidieron de las monjas y enfermeras que habitaban el lugar. Hermosas palabras de agradecimiento y buenos deseos iban y venían, junto con promesas de volver pronto a visitar; en condiciones mas favorables, por supuesto.

En el carro no se escuchó una sola palabra hasta llegar a casa. Antonio conducía ensimismado, y cuando paraba la marcha su mirada se perdía. Verónica, aunque simulaba tener la mirada en el camino, mantenía firmemente su atención en cada movimiento que él hiciese. El aire se tornaba cada segundo mas pesado, mas difícil de respirar.

Al llegar a la casa Verónica rompió el silencio de los minutos anteriores con la dificultad con la que se rompe una cadena. Le agradeció a su amado el haber reaccionado acertadamente a tan escalofriante emergencia, y le contó un par de cosas que le habían sucedido en el hospital mientras él estaba en la sala de espera, y durante la noche que allí pasó.

Antonio parecía estar poniendo atención a cada palabra que ella decía, sin embargo, sus respuestas eran inusualmente inexpresivas. No hizo ni uno de los chistes que él siempre solía hacer, y no aprovechó ni una sola oportunidad para enfatizar sarcásticamente alguna frase que ella hubiese acabado de decir. Simplemente la miraba hablar con mucho interés. De vez en cuando sonreía un poco, y replicaba un monosílabo.

Pasaron las horas. La oscuridad fue llenando cada espacio de la casa, empujando la claridad lentamente afuera del lugar, para dar un espacio propicio a la intimidad. Hacía mas de un año que no compartían la cama, así que, estar ahí frente a frente, era casi tan excitante como el acto en sí.

Verónica desabrochó su sujetador con firmeza, y al poner su brazo al lado de su cuerpo, éste cayo al piso, dejando al descubierto su busto. Esos pechos redondos, firmes, rosados con los que Antonio había soñado durante todo ese tiempo separados. Recubiertos exquisitamente por una piel aterciopelada, suave, inimaginablemente tersa, que atraía fuertemente la atención, y el aliento de Antonio.

Sus miradas incandescentes se fundieron en un beso eterno. Las manos de Antonio temblaban, tratando de decidir si debían separar a Verónica de su lado y decirle la verdad, o si debían proceder a tocar su bello cuerpo. El néctar del amor los había embriagado irremediablemente. El aliento de Verónica estremecía a Antonio, al punto que él dejo que sus manos actuasen, sin interferencia de su mente.

No se podría encontrar en esta tierra acto mas puro que el que ocurrió esa noche en “El embalse”, como cariñosamente le decían a su morada. La lluvia golpeaba las ventanas incesantemente. Unas cuantas gotas de agua entraron sucesivamente a la casa por una de las ventanas que estaba entreabierta, sin lograr despertar ninguna reacción de parte de los amantes. Todo olía a ellos. Todo hacía parte de una conspiración universal para que esa noche sólo hubiera concupiscencia en el lugar.

JS

domingo, 6 de junio de 2010

Utopía - Capítulo II

Al abrir la puerta, Antonio, quien venía embebido en felicidad, encontró la casa inusualmente desordenada. Había una mezcolanza de ropa con algunos platos de la vajilla que sólo se usaban para ocasiones especiales, y unas flores frescas reposaban en una caja gris. A lo largo de la mesa, sin mucha elegancia, estaba puesto el mantel que la tía Aurora les había traído de Italia.

Aparentemente, Verónica no estaba en casa , pues no había nada que se moviera en ésta. Solo retumbaba el sonido que produce el goteo de un grifo mal ajustado. Antonio se sintió profundamente entristecido, y comenzó a divagar en un mar de pensamientos que le entumecían el alma. ¿No me estaba esperando? ¿Será que nisiquiera se acordaba que regresaría hoy?. Salió bruscamente de sus pensamientos cuando sintió un sonido, como el que hace un ratón cauteloso en una cocina bien colmada.Sin embargo, el sonido venía del baño.

Sigilosamente se aproximó al baño, con ese temblor ingrávido en sus manos que le producía la idea de encontrar un animal horrible allí, de esos mamíferos que constituían sus peores pesadillas. Continuó caminando hacia el baño y notó la puerta cerrada. Un gélido escalofrío recorrió su cuerpo. Su mayor temor ya no era encontrar una colosal rata en la papelera del baño.

Abrió la puerta rápidamente, y encontró a Verónica en el piso. Había sangre seca, lo que le hacía temer que había estado allí por largo tiempo. Verónica movía lábilmente su mano, como tratando de demostrarle a la muerte que aún había dentro de ella suficiente vida para resistir ese mal paso.

Antonio la tomó en sus brazos, y observó por unos segundos la herida en su frente; de allí provenía toda esa sangre que efectivamente maximizaba el pánico, y hacia parecer la situación mas tétrica de lo que ya era. Sintiéndose infelizmente impotente, miró al cielo, respiró profundo y trató de mantener la calma. Tenía que pensar asertiva y rápidamente.

Verónica trataba de mover sus ojos, en señal de fuerza y vigor. Así que, Antonio la levantó del piso y la puso en la cama. Dudaba si debía llevarla rápidamente a un hospital o si tal vez debía ponerle algo de ropa antes. Ella estaba muy fría; todo eso era tan aterrorizante. Abrió el closet buscando cualquier prenda fácil de ponerle. Esa tela grande, amarilla que él odiaba, y que ella usaba para la playa, amarrándola alrededor de su cuello como haciendo un vestido, era la perfecta ayuda en ese momento.

Envolvió a Verónica en esa tela amarilla, y notó que llevaba en su cuello el broche, entonces, ya tenía la certeza que no lo había olvidado ni un sólo día de los que estuvieron separados. La puso en el espacio trasero de su auto, acomodando su cuerpo de la mejor manera para que no fuera a caer de ahí. Buscó las llaves del auto en su pantalón, en su chaqueta, en su camisa, sin éxito. Sentía la presión que ha de sentir un deportista en un contrarreloj, sólo que en este caso si fallaba, perdería más de lo que podría contener toda su vida.

Cuando iba a regresar a la casa a buscar las llaves del carro, descubrió que estaban en el iniciador; seguramente la emoción de volver a ver a Verónica, después de 365 lunas, lo había hecho olvidar tomar las llaves. Encendió el carro, y lo condujo lo mas rápido que fue posible al Hospital de las Carmelitas, donde Verónica recibió atención inmediata.

Tuvo que esperar cinco horas y media en la sala de espera antes de escuchar su nombre. Lo llamaba una enfermera de unos 50 años, robusta y de profundos ojos azules. Le comentó por algunos minutos la situación de Verónica y lo invitó a pasar a verla. En realidad, eso era lo único que él estaba esperando que ella dijera, de los minutos previos a ello, no guardó en su mente nisiquiera media palabra.

Siguió a la enfermera por unos cuantos pasillos; enfermos habitaban cada rincón, algunos estaban en camas muy improvisadas y un olor característico invadía el lugar del techo al suelo. Entraron a una habitación, donde yacían seis personas en delicado estado de salud; de últimas, junto a la ventana, estaba su hermosa Verónica, con sus ojos abiertos, hermosos, tan llenos de vida como siempre.

Se acercó a la cama sin parar de mirarla fijamente ni un segundo. Sus ojos se humedecieron al ver que la infalible belleza de su amada sólo había crecido durante cada minuto que no la había visto. Se veía tan hermosa como el primer día que la vio caminando en aquella playa, cuando supo que ella habría de ser parte principal de su destino.  

La herida en su frente estaba cubierta por una compresa de caléndula que una monja había puesto sobre ella. Ninguna compresa, ninguna gasa, nada podría hacerla verse menos atractiva para él. Verónica sonrió al verlo, algunas lágrimas salieron de sus bellos ojos, rodaron por sus mejillas y coincidieron en su mentón, donde después de una corta espera, cayeron a su pecho.

Sus miradas se entrecruzaron con la fortaleza que sólo el amor verdadero brinda. Sonrieron casi al mismo tiempo. En conjunto, fue un gesto de compañerismo. En una fracción de segundo el rostro de Antonio se tornó sombrío; su sonrisa desapareció lentamente y sus ojos adquirieron una escalofriante profundidad.

Verónica indagó por la razón de ese cambio de semblante, pero Antonio, con la entereza que lo caracteriza, la envolvió en bellas palabras y trucos gramaticales, de aquellos que a él tanto le gustaba hacer, hasta que ella finalmente olvidó el asunto.

JS
 
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