domingo, 6 de junio de 2010

Utopía - Capítulo II

Al abrir la puerta, Antonio, quien venía embebido en felicidad, encontró la casa inusualmente desordenada. Había una mezcolanza de ropa con algunos platos de la vajilla que sólo se usaban para ocasiones especiales, y unas flores frescas reposaban en una caja gris. A lo largo de la mesa, sin mucha elegancia, estaba puesto el mantel que la tía Aurora les había traído de Italia.

Aparentemente, Verónica no estaba en casa , pues no había nada que se moviera en ésta. Solo retumbaba el sonido que produce el goteo de un grifo mal ajustado. Antonio se sintió profundamente entristecido, y comenzó a divagar en un mar de pensamientos que le entumecían el alma. ¿No me estaba esperando? ¿Será que nisiquiera se acordaba que regresaría hoy?. Salió bruscamente de sus pensamientos cuando sintió un sonido, como el que hace un ratón cauteloso en una cocina bien colmada.Sin embargo, el sonido venía del baño.

Sigilosamente se aproximó al baño, con ese temblor ingrávido en sus manos que le producía la idea de encontrar un animal horrible allí, de esos mamíferos que constituían sus peores pesadillas. Continuó caminando hacia el baño y notó la puerta cerrada. Un gélido escalofrío recorrió su cuerpo. Su mayor temor ya no era encontrar una colosal rata en la papelera del baño.

Abrió la puerta rápidamente, y encontró a Verónica en el piso. Había sangre seca, lo que le hacía temer que había estado allí por largo tiempo. Verónica movía lábilmente su mano, como tratando de demostrarle a la muerte que aún había dentro de ella suficiente vida para resistir ese mal paso.

Antonio la tomó en sus brazos, y observó por unos segundos la herida en su frente; de allí provenía toda esa sangre que efectivamente maximizaba el pánico, y hacia parecer la situación mas tétrica de lo que ya era. Sintiéndose infelizmente impotente, miró al cielo, respiró profundo y trató de mantener la calma. Tenía que pensar asertiva y rápidamente.

Verónica trataba de mover sus ojos, en señal de fuerza y vigor. Así que, Antonio la levantó del piso y la puso en la cama. Dudaba si debía llevarla rápidamente a un hospital o si tal vez debía ponerle algo de ropa antes. Ella estaba muy fría; todo eso era tan aterrorizante. Abrió el closet buscando cualquier prenda fácil de ponerle. Esa tela grande, amarilla que él odiaba, y que ella usaba para la playa, amarrándola alrededor de su cuello como haciendo un vestido, era la perfecta ayuda en ese momento.

Envolvió a Verónica en esa tela amarilla, y notó que llevaba en su cuello el broche, entonces, ya tenía la certeza que no lo había olvidado ni un sólo día de los que estuvieron separados. La puso en el espacio trasero de su auto, acomodando su cuerpo de la mejor manera para que no fuera a caer de ahí. Buscó las llaves del auto en su pantalón, en su chaqueta, en su camisa, sin éxito. Sentía la presión que ha de sentir un deportista en un contrarreloj, sólo que en este caso si fallaba, perdería más de lo que podría contener toda su vida.

Cuando iba a regresar a la casa a buscar las llaves del carro, descubrió que estaban en el iniciador; seguramente la emoción de volver a ver a Verónica, después de 365 lunas, lo había hecho olvidar tomar las llaves. Encendió el carro, y lo condujo lo mas rápido que fue posible al Hospital de las Carmelitas, donde Verónica recibió atención inmediata.

Tuvo que esperar cinco horas y media en la sala de espera antes de escuchar su nombre. Lo llamaba una enfermera de unos 50 años, robusta y de profundos ojos azules. Le comentó por algunos minutos la situación de Verónica y lo invitó a pasar a verla. En realidad, eso era lo único que él estaba esperando que ella dijera, de los minutos previos a ello, no guardó en su mente nisiquiera media palabra.

Siguió a la enfermera por unos cuantos pasillos; enfermos habitaban cada rincón, algunos estaban en camas muy improvisadas y un olor característico invadía el lugar del techo al suelo. Entraron a una habitación, donde yacían seis personas en delicado estado de salud; de últimas, junto a la ventana, estaba su hermosa Verónica, con sus ojos abiertos, hermosos, tan llenos de vida como siempre.

Se acercó a la cama sin parar de mirarla fijamente ni un segundo. Sus ojos se humedecieron al ver que la infalible belleza de su amada sólo había crecido durante cada minuto que no la había visto. Se veía tan hermosa como el primer día que la vio caminando en aquella playa, cuando supo que ella habría de ser parte principal de su destino.  

La herida en su frente estaba cubierta por una compresa de caléndula que una monja había puesto sobre ella. Ninguna compresa, ninguna gasa, nada podría hacerla verse menos atractiva para él. Verónica sonrió al verlo, algunas lágrimas salieron de sus bellos ojos, rodaron por sus mejillas y coincidieron en su mentón, donde después de una corta espera, cayeron a su pecho.

Sus miradas se entrecruzaron con la fortaleza que sólo el amor verdadero brinda. Sonrieron casi al mismo tiempo. En conjunto, fue un gesto de compañerismo. En una fracción de segundo el rostro de Antonio se tornó sombrío; su sonrisa desapareció lentamente y sus ojos adquirieron una escalofriante profundidad.

Verónica indagó por la razón de ese cambio de semblante, pero Antonio, con la entereza que lo caracteriza, la envolvió en bellas palabras y trucos gramaticales, de aquellos que a él tanto le gustaba hacer, hasta que ella finalmente olvidó el asunto.

JS

4 comentarios:

Laura dijo...

Escribes increible! felicitaciones

J¤ħ₪nna dijo...

Muchísimas gracias!

Austin dijo...

Muy buen escrito amor.

J¤ħ₪nna dijo...

Gracias bb! Gracias por ser mi gran crítico!

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